Elche y su mar de palmeras



Cerca del mediterráneo español está Elche, la ciudad con casi tantas palmeras como habitantes, la del palmeral más grande de Europa y uno de los más extensos del mundo. A veces, el viento hace de sus ramas olas y ese mar es el orgullo de los ilicitanos.

Ciento veinte días en Elche y saber que la conexión de su gente con el palmeral no viene de cuando la Unesco lo declaró Patrimonio de la Humanidad, en el año 2000, sino de mucho tiempo antes. Cuenta la historia que el palmeral data de la etapa del dominio árabe sobre la península, hace más de mil años. Se supone que la especie más común fue traída por ellos, pero también hay especies endémicas. Así que ambos tipos de olas - árabes e ibéricas- configuran el mar de palmeras ilicitano. Y si lo que hace especial al Palmeral es que su sistema de riego cuenta con raíces árabes, también es cierto que alimenta una tradición cristiana que identifica a la ciudad.

Con luz o sin ella, las palmeras producen: Dátiles si les da el sol, palmas blancas si las han mantenido a oscuras. La fruta de la palmera se consume fresca o a modo de licor, pan y “Delicias de Elche”: dátil con relleno de almendra frita y envuelto en una tira de tocino (o beicon, como le llaman en España). La industria de la palma blanca consiste de los procesos de cultivo, cosecha y trenzado artesanal y tiene su clímax cada domingo de ramos, día en que miles de palmas blancas -lisas o trenzadas- desfilan junto a gente vestida de fiesta.

Ser palmerero es saber treparse a la palmera para cubrir las ramas del sol y, más adelante, recolectar las palmas blancas sin dañar la planta. Ser trenzadora es dominar la técnica artesanal de la palma blanca. La técnica es un tesoro familiar que se hereda. Las artesanías miden entre 5 centímetros y tres metros, incluyendo ejemplares que se envían al Papa y a la realeza española.

Como ilicitana temporal, me resulta necesario vivir el famoso domingo de ramos de Elche, así que antes del medio día me ubico en una de las vialidades más transitadas. Veo a la gente que llega a cuentagotas acaparando los mejores sitios: niñas con vestidos largos que me remiten a los domingos de mi infancia, mujeres mayores de copete parado, ancianos con palmas artesanales prendidas del saco, mujer con niña en brazos y palma en las manos posando junto al río para la foto del recuerdo. Y arranca la procesión al compás de los instrumentos de viento: Cofradías de niños, jóvenes y adultos; trajes y vestidos; saludos y guiños, centenas de palmas finas como hebras doradas peinando al viento. Casi al final, una veintena de hombres cargando la imponente figura de Cristo sobre burro y en su mano una palma que pincha el cielo. Tras la procesión, la mar de espectadores rompemos en olas por las calles de Elche: refrescarse en el bar más cercano es finiquitar el domingo de ramos. Y una que de palmeras no sabía nada nada, ahora nada y nada en este mar de palmeras.


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