Cinco libros de viajes al Sonora decimonónico




Originalmente publicado en: Pez Banana

Por Alejandra Meza

Corría el siglo XIX. México estrenaba su independencia y se volvía un destino apetecible para extranjeros con un hambre de aventuras, conocimiento o negocios que no fueron posibles saciar durante el dominio español.

Como objetivo único o un punto más del itinerario, Sonora fue parte de esos viajes y su aspecto de entonces quedó retratado en los libros que algunos de estos viajeros escribieron para compartir lo visto y lo vivido, lo escuchado y lo pensado en estos territorios.

Explorando una biblioteca privada (el proyecto Lux File, iniciativa del sonorense Rubén Matiella) con la misma incertidumbre que se recorren tierras lejanas por primera vez, encontré, entre otros tesoros, cinco libros de viaje escritos por europeos y norteamericanos que contaron sus vivencias en la Sonora de hace dos siglos.

Conozcamos un poco esos relatos que resultaron de la negociación entre las ideas preconcebidas y el contacto directo con los paisajes y los habitantes de la región. Naveguemos entre el humor, el desconcierto y la ternura.


Travels in the Interior of Mexico in 1825, 1826, 1827 & 1828 (R. W. H. Hardy, 1829)



No habían pasado 10 años de la Independencia cuando el marino inglés Robert William Hale Hardy llegó a Sonora, comisionado por una asociación pesquera de su país y buscando facilidades para la explotación de perlas en el Mar de Cortés. Entró por el puerto de Guaymas, que describe como una villa “miserable” donde “el atún es lo único que florece excepto por las serpientes de cascabel, los escorpiones, las tarántulas y otros reptiles”, y de ahí partió a Hermosillo -entonces conocida como El Pitic. Un trayecto que hoy toma alrededor de una hora pero que a él le llevó unos tres días a caballo.

Hardy nota que los varones hermosillenses presumen de haber visitado la Isla Tiburón y enfrentado la ferocidad de los indios Seri. Pero duda de ello así como de las supuestas flechas envenenadas atribuidas a ese pueblo, y mantiene su deseo de viajar ahí para comerciar y corroborar presuntos “creaderos de oro”. Sin embargo, al enterarse de que la nación Yaqui, en rebelión contra el abusivo Gobierno, mantiene comunicación con los Seris, pospone la visita.

Mientras, marcha a la Sierra a inspeccionar minas que cree podrían ser de interés para sus patrones y en su camino es hospedado por un hacendado de nombre Vitores Aguilar que le comparte “un método para curar al mordido de rabia aunque ya esté furioso”. Maravillado, Hardy traduce la receta y la incluye en su libro en el ánimo que sea probada por científicos europeos para curar una de las “muertes más horribles a las que se puede estar sujeto”.

Durante una velada con la familia Aguilar, al calor de la guitarra, el canto y el baile, una de las hijas se manifiesta “extremadamente indispuesta”. Apercibido de los síntomas, sabiéndose el centro de atención y un tanto afectado por su propia sensación térmica, determina con seriedad: “Es el calor”. El galante aventurero confiesa que “sabía de la enfermedad lo que Adán de jugar canicas”, por lo que al día siguiente, tras constatar que su paciente se hallaba mejor y sospechando que su fama podría ser efímera, anunció su partida.


Descripción política, física, moral y comercial del departamento de Sonora en la república mexicana (Vicente Calvo, 1843)



Poco habla de sí este español en el prólogo de su obra salvo que llegó a Sonora para hacerse de “una fortunita” y poder regresar “a la culta Europa” al lado de sus padres. El manuscrito fue terminado en 1843 pero permaneció inédito hasta 2006, al ser recuperado de la Biblioteca Nacional de Madrid y editado por los investigadores Eduardo Flores Claire y Édgar Gutiérrez López que, pese a sus esfuerzos, tampoco lograron dilucidar la identidad de Vicente Calvo.

Como casi todos los autores mencionados, este viajante dedica mucho espacio para referirse a las sonorenses con expresiones como “bellas y elegantes, ardientes y pudorosas”, y “buenas casadas” pero escapa de los lugares comunes al afirmar que “las mujeres de Sonora gobiernan a los hombres por ser más superiores en inteligencia y fuerza moral que ellos”.

No obstante, Calvo observa que la educación en Sonora al igual que en todo México se encuentra en total abandono porque el gobierno ha “ceñido sus principales operaciones a conservarse independientes” y porque, además, en el departamento hay solo una imprenta y en malas condiciones.

De ahí quizás las aparentes contradicciones en su concepto de los sonorenses en quienes observa “viveza intelectual y gran retentiva” a la vez que los ubica “en una fase de civilización muy lejana a la de Europa”, entregados a las peleas de gallos y los vicios.

Y dice así: “El clima contribuye, pero la ausencia de las artes y de toda la instrucción para ocupar la hermosa imaginación de que este pueblo está dotado hace que él se abalance en todas las locuras, arrastrado por esta superabundancia que le rebosa”.


Personal narrative of Explorations and Incidents in Texas, New Mexico, California, Sonora, and Chihuahua (John Russell Bartlett, 1854)



El historiador y lingüista norteamericano, John Russell Bartlett, pasó por Sonora alrededor de 1850 comisionado para delimitar la nueva frontera entre México y su país, surgida a partir del Tratado de Guadalupe-Hidalgo. Si bien el viaje tuvo motivos políticos, el libro es un despliegue de ricas apreciaciones sobre la cultura y el paisaje de la región.

Durante su recorrido por el Norte del estado, reporta haber probado un chocolate mucho mejor que el “yanqui”, membrillos de gran calidad –que “los mexicanos comían como si fueran manzanas”- y granadas muy superiores que, por primera vez, cumplieron su expectativa.

Acampando en la sierra alta conoce cómo se destila el mezcal y ve a un grupo ponerse “gloriosamente ebrio” tras su elaboración. Bartlett equipara dicha bebida con el más fuerte whiskey pero halla “una maravillosa diferencia entre mexicanos e irlandeses cuando se intoxican”, pues los segundos, aunque de carácter templado, se ponen frenéticos y propensos a la pelea, mientras que los primeros, pese a ser bulliciosos, rara vez se tornan violentos pues su único deseo es la fiesta.

En Magdalena, la fe de los devotos de San Francisco le resulta pasmosa. Personas que se aproximan de rodillas a lo que para él es solo un objeto de trapos, madera y pintura. El tintineo permanente de monedas como única constante. Él preguntando por el destino de dicha ofrenda obteniendo lo que para entonces ya cataloga como la “inusual e insatisfactoria” respuesta de los sonorenses a sus inquietudes “quién sabe”.


Travels in México and life among the mexicans (Frederick A. Ober, 1884)



Este nortemericano no ingresó a Sonora vía barco o bestias de carga, sino en el prácticamente recién estrenado sistema ferroviario. Precisamente, además de la historia y la gente de México, le interesaba documentar el desarrollo que el país estaba teniendo gracias al “capital americano invertido en la construcción del tren y la explotación de minas”.

Los apaches, cuyo campamento visita en Arizona, le parecen seres de salvajismo inherente, que producen música demoniaca y no tienen otra ocupación más que fanfarronear y comer. Su primera impresión al entrar a Sonora, vía Nogales, es la marcada diferencia entre “la energía americana y la dejadez mexicana”.

En el puerto de Guaymas se hospeda dos días y siente que se evapora. Disfruta ver a las personas que en las noches salen de sus casas de adobe y extienden catres en calles y aceras para dormir a la intemperie, escapando del calor. Pero también se pregunta cómo es posible que, a pesar de las altas temperaturas y de acercarse la temporada de fiebre amarilla, “las autoridades permitan que la suciedad y la basura te miren fijamente a cada paso”.

Lo único que le cautiva es el sistema de acarreo de agua. Los “donkey boys”, chicos que, a bordo de burros, van y vienen del pozo a la ciudad con sacos de piel llenos de agua para despacharla a sus clientes.



Mirando al Golfo de California, y antes de volver a Estados Unidos, Ober piensa en la industria perlera local, otrora robusta y en ese entonces estancada. Imagina a Hernán Cortés y su tripulación navegando esas aguas tres siglos atrás. Y concluye su obra preguntándose si los lectores estarán decepcionados por haber leído un libro sobre México sin rateros ni bandidos.

México desconocido (Carl Lumholtz, 1904)



El tránsito de este noruego por suelo mexicano fue suavizado por las cartas de recomendación del gobierno de Porfirio Díaz. Entre 1890 y 1898 se sumergió al Norte y centro de México interesado en la posible relación entre las etnias mexicanas y los “indios pueblo” del Sur de Estados Unidos.

En el primer pueblo sonorense que pisa, un agente aduanero le pide ser padrino de su hijo, a lo que el experimentado etnógrafo accede con la correspondiente entrega de bolo para los invitados y un regalo especial para su ahijado: “Desde entonces fui llamado compadre por la mayor parte del pueblo y se estableció entre la familia del niño y yo mismo ese sagrado parentesco de tan grande importancia en la vida de los mexicanos”.

Acampa en pueblos serranos como Óputo, Guásabas y Granados, cuya gente le parece sumamente cortés pero también ingenua e ignorante. En vano fue decirles que no era médico, pues se acercan a su tienda a consultar dolencias y a que les tome el pulso, estén enfermos o no, pues “creían a ciegas que con este misterioso contacto podría decirles si estaban afectados de alguna enfermedad y cuánto tiempo habrían de vivir”.
Carl Lumholtz

En esa zona, Lumholtz y su equipo desentierran un colmillo de mamut, exhuman ocho cráneos de apaches y se hacen -mediante tráfico de influencias- de un “vaso azteca” que fungía como pila de agua bendita en la parroquia de Bacadéhuachi. La pieza había sido hallada cuando se hicieron los cimientos del templo y, para el autor, era un valioso indicio de antiguas emigraciones aztecas.



El 2 de diciembre de 1890, con su comitiva de científicos y arrieros, y su perro “Apache”, emprende el ascenso a la Sierra Madre. Una joven indígena los observa desde una cabaña y se cubre del sol con una mano. “Adiós, señor”, grita con una voz tan dulce que el noruego toma como señal de buen agüero para su viaje.

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