De happenings e indigencia
Foto por: Luis Gutiérrez |
También publicado en Crónica Sonora
Sin el afán de entrar en debates
sobre lo que es locura y lo que es indigencia, diré que ambos estados ocupan un
sitio importante en mi repertorio de obsesiones, específicamente si se
presentan juntos en la misma persona. No sé cuándo inició pero sí que se
acentuó durante mis tiempos reporteriles cuando la rutina informativa me dejaba
la sensación de que entre más profundizaba en la ciudad más inasible me
parecía, y sin embargo, veía tantos hombres y mujeres que aun visiblemente
desprovistos de techo y de cordura proyectaban una especie de arraigo que en el
fondo me parecía envidiable.
Esto lo recordé hace unos
días, tras mi encuentro con un indigente justo donde la calle Reforma parte en
dos a la Universidad de Sonora:
Al pasar a mi lado, un hombre de
rostro rojizo y cabello opaco, como si lo tuviera embarrado de aceite y polvo,
se giró para patear una botella vacía de coca cola contra mi pie y seguir su
camino en dirección opuesta a la que yo llevaba, no sin antes espetar en mi
rostro y entre dientes: “Saaaalaverghhhh”.
Tras mirar a todos lados y
recomponerme, seguí hacia la universidad pensando cómo los indigentes han sido
personajes habituales de algunos de mis textos, por ejemplo aquella brevedad
donde sitúo a uno tocando un saxofón imaginario en un crucero concurrido, o
cuentos inacabados como ese donde ellos persisten a pesar de los intentos del
poder por esconderlos bajo el tapete de la ciudad.
Ha de ser que donde veo
indigentes encuentro absurdos y paradojas: hombre mendigando el pan a las
palomas en el vaticano, mujer caminando inmutable –descalza- sobre el pavimento
hirviente, carcajadas desconcertantes de alguien que hace mucho huyó hacia adentro.
Pero este indigente se me
aparecía ya no como un espectáculo que observar o una realidad para llevar a la
ficción, sino como un happening, una de
esas manifestaciones artísticas que convocan al espectador a romper la
pasividad, a involucrarse, a emocionarse, a expresar de forma espontánea.
“Salaverghhhh”, había dicho el
indigente como desafiándome a participar en un happening intitulado “Ficciones
del progreso, resistencias a la homogeneidad y globalización”.
Hoy he venido a un sitio donde
los jueves tocan salsa. Estoy en una de las peores mesas, de espaldas a la
pista pero con una vista privilegiada hacia un espectáculo alternativo en la
calle: una chica trasquilada y descalza, contorsionándose, saltando, haciendo
del bulevar su pista de baile. Porta un top flojito y una falda que repta por
su abdomen conforme se mueve, permitiendo se asomen sus calzones de precioso azul
turquesa.
Cada que ella se aproxima a la
terraza del bar, un guardia se le acerca, así que huye hacia el camellón, desperdigando
energía por los carriles inusualmente vacíos del bulevar. Adentro la cosa luce
normal: los cuerpos bailando, la cerveza circulando, los divos reinando la
pista; afuera la indigente de los calzones azules persiste en su happening, en su desafío a vivir y
bailar la ciudad de formas diversas.
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