Té cerca del cielo
Apenas oigo el chorro de agua caliente entrar en la taza siento que el
espíritu del té de muña empieza a impregnarme. Me asomo, el agua me regresa mi
rostro y el cielo limpio sobre la isla Taquile. Estoy en un pequeño punto del
lago Titicaca, a 4 mil metros sobre el nivel del mar y eso también contribuye a
sentirme cerca del cielo.
Desconozco las propiedades de esta infusión pero, pienso mientras la
bebo que, nada malo puede brotar del caparazón verde de una tortuga gigante,
dormida e inamovible, en el milenario lago.
Somos 9 los casuales reunidos alrededor de esta mesa. Pertenecemos a
tiempos y espacios distintos del orbe (¿Nos consta que existimos fuera de
aquí?)
Nos han preparado té. Alguien nos ha cocinado arroz blanco. Las truchas
que nos han servido, fueron arrancadas del algún lugar del agua que se ve entre
aquellos dos cerros. Y ahora mismo pienso que la ramita de muña que descansa al
fondo de mi taza quizá nació para mí.
Sospecho que los Quechuas tienen un pacto con Dios y la Pachamama: son
eternos y tienen la serenidad instalada en sus ojos. Ellos, a cambio, acarician
la tierra con las manos y, en las noches, mecen las aguas del Titicaca para que
el gran cuerpo acuoso duerma en paz.
En un par de horas habitaré nuevamente sobre el animal de concreto. Pero
seré diferente a la que partió de ahí, porque quizá dentro de mí seguirán el
baile de colores de las faldas indígenas quechuas y el canto silencioso de sus
rituales con la Tierra.
Y algún día, aún más lejos, recordaré la mesa que compartí con las
casuales y el té de muña que bebimos, y comprenderé que el Titicaca es una taza
gigante. Es un té de muña infinito que yo me bebo.
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