De paso por Granada
Granada es la encarnación del mundo árabe que hasta hoy solo habitaba mi mente.
Minutos después del tren asciendo por los callejones cada vez más angostos del
emblemático barrio del Albaicín entre fachadas que casi se besan y conforman
túneles con caminos de piedra y techos de firmamento.
Qué pronto se esfuman los madrileños bares de tapas y cañas
dejando su lugar a teterías y reposterías estilo marroquí. Poco tarda mi
memoria olfativa en cambiar la esencia de tortilla española, bocadillo de
calamar y jamón serrano por el olor a tés y almendras, pistacho, avellana y miel.
Comienzo a familiarizarme con el alfabeto árabe cuando en los
comercios ocurre la competencia de precios y estilos en babuchas (esos zapatos
que parecieran pantuflas), pantalones tipo “Aladino”, lámparas con diseños de
rombos y juegos de vasos para el té. Siento la urgencia de llevarme una
infusión de “Mil y una noches” y otra de “Noches de granada”. La ronda de
compras concluye con un pergamino que tiene un poema en árabe del cual ya no
recuerdo la traducción. Algunos suvenires pierden sentido cuando uno ha vuelto
a casa. Sin embargo, el contexto me invita a ponerme en sintonía y los objetos
definitivamente ayudan. Y es que no me resisto al exotismo islámico que late bajo
la piel granadina a pesar de que hace más de 500 años fuera recuperada por los
cristianos.
Qué paradoja. Aquí los rostros morunos no son excepción sino
regla. En la capital española, el término “moro” me remite a los barrios de
migrantes bullentes de fruterías y pequeños comercios que sugieren aires de
ilegalidad; en cambio el desarrollo económico de Granada es posible en gran
medida gracias a la industria turística que gira en torno a la Alhambra,
ciudad-palacio de raíces musulmanas que continuamente se disputa con la Sagrada
Familia el título del monumento histórico más visitado del país.
Una discreta bocacalle me conduce a la antigua construcción que es
mi hostal. Me atiende un francés larguirucho que me confiesa su afición por la
cumbia. Pienso en la cumbia norteña, la de los bailes de pueblo en el Noroeste
de México y le sugiero un video en Youtube que no le produce emoción. Me
entrega la llave y mientras camino al cuarto alcanzo a escuchar las notas de
cumbia andina procedentes de su computadora.
El hostal es un terreno neutral para la convivencia de quienes
buscan conocer una de las edificaciones más impactantes de España, aproximarse
al misticismo de lo arábigo sin salir de la relativa seguridad de Europa o,
sencillamente, disfrutar la sensación de ser un nómada eventual.
Dejo mis cosas en la litera que será puerto y barco por dos noches.
Se abre la puerta del baño y aparece un asiático que habla a borbotones. Le
hablo en español. Luego en inglés. Él en un idioma que ni siquiera puedo
identificar. Nunca sabré su nacionalidad ni la lengua en que preguntó o dijo lo
que me dijo. Eso me produce una especie de nostalgia y sólo deseo, mientras
abandono la habitación, que la perplejidad en su rostro se desvanezca pronto.
Me reúno en la entrada del hostal con otras personas que tomarán
el recorrido de cortesía. La consigna es seguir al guía, un australiano
radicado en Granada hace pocos meses. Una maraña de diálogos en inglés con
acentos japonés, indonesio, canadiense, mexicano y sueco, nos arroja a la cima
de una montaña desde la que ahora alcanzamos a mirar, lejos y pequeñito,
nuestro hostal. Bajo un grupo de árboles descansa un estrecho canal de piedra
que contiene siglos de historia. Nos explica Eric que la estructura fue creada
por los árabes y después utilizada por los cristianos. En el agua hay unas
ranas en apareamiento. Me pregunto a cuál de esas culturas pertenecen. Más
adelante nos detenemos en un claro desde el cual podemos observar: al poniente,
el sol bajando tras los caseríos blancos del centro de la ciudad; al Norte, una
montaña con puntos negros que resultan ser cuevas que los gitanos han adaptado
como casa; mientras al oriente, a lo lejos, se alcanza a ver la sierra nevada.
Granada, tan rica y misteriosa, ¡cuántas cosas me sugiere!
A la mañana siguiente me encuentro con Elisa en la plaza Nueva
(que posiblemente es la más antigua del lugar) para hacer un recorrido por
monumentos históricos granadinos. Elisa es una italiana que habla el español
como los andaluces, con una T que me gusta porque no es fuerte como la de
portazo, sino suave como la de sutil. Ella lo admite con empacho pues dice que
aunque no le agrada no ha podido evitar adoptar el acento. Elisa pertenece a
esa especie que recorre el mundo con el único afán de saborearlo. Como nadie
más llega y no le conviene guiar recorridos para una sola persona, opta por
darme un poco de información básica para prepararme a mi visita a la Alhambra antes
de desaparecer en una vertical que resulta ser un callejón. Mientras la observo
desvanecer, me pregunto cuánto tiempo le quedará en Andalucía y cuál será su
próxima parada en el mapa.
Por la tarde subo a la Alhambra. Me entero que fue construida en
el siglo XI bajo el dominio musulmán. En 1492, mismo año en que Colón descubrió
América, los reyes católicos recuperaron el reino de Granada. De la América pre
colonial no quedó mucho, pero la Alhambra sigue en pie, redituando ganancia a
la corona. Wikipedia dice que su nombre viene del árabe y significa “Roja”,
fortaleza roja, como la cáscara de una granada es roja y también lo son los
granos que resguarda hasta madurar.
No me canso de transitar entre jardines, piletas, fuentes y corredores
que forman parte del complejo palaciego. Aroma a flores. Caídas de agua. ¿Qué
hubiera hecho yo aquí hace 8 siglos? “Se fue a Granada en busca de tiempo y
silencio, y Granada le sobre dio armonía y eternidad”, frase de Juan Ramón
Jiménez escrita sobre uno de los muros de la Alhambra. Tiempo y silencio es lo
que hay.
Hay un barullo de voces y acentos pero yo lo siento todo calmo,
callado, callado. Ni pensar que alguna vez se halla derramado sangre aquí.
Sangre que descendería por las pendientes de la historia, hasta América, quizás
hasta mis venas.
Una pendiente me pone muy rápido de vuelta en el centro de Granada.
Antes paso por debajo de un arco acerca del cual me han contado una leyenda
sobre un beso que ya no recuerdo.
A la mañana siguiente la ciudad está cerrada. No hay tiendas de suvenires,
pero sí un buzón donde deposito una postal para alguien que aún no sabe leer. Espero
que en seis años, mis aventuras le resulten suficientemente interesantes para
leerlas. Me topo con el francés. Y una calle abajo con la italiana. Cuidando el
sueño de los lugareños, no hablamos; cruzamos miradas que significan hasta
luegos.
Entro a una repostería a comer un último baklawa. El dependiente me
dice que parezco marroquí. Le aseguro que soy una mexicana que va de paso.
Y en Granada ha habido mucho de paso: los musulmanes, los romanos,
el francés, el australiano y la italiana, yo misma y el asiático del que nunca
sabré el nombre. Me gusta creer que de todos queda algo, así sean solo pasos y
rumores. Que yo misma sigo ahí, como el suéter marrón que en algún punto se soltó
de mi cintura y quedó como una cicatriz sobre la piel granadina, sintiendo el
rumor de los paseantes.
(También publicado en www.mamborock.org)
Eso de que un viajero va "de paso" no te lo creo completamente, me parece que siempre hay un dejo de nostalgia que se queda arrastrando el viento por las calles que se caminaron. Siempre nos quedamos para siempre... ¿no crees?
ResponderEliminarTe comento que a Europa no he ido, no sé si lo haga; he decidido estar en las ciudades de América Latina, aquellas de las que escuché hablar desde mi infancia, sin embargo con tus palabras puedo imaginarme lo bello que sería cruzar el mar.
Sigo leyendo tu blog, ya me ha cautivado.
Creo que vamos de paso y que nos quedamos para siempre y que algo nos llevamos... se pueden las tres cosas ¿no? Yo he conocido más de Europa, pero tengo muchísimas ganas de conocer más de América Latina, que solo conozco México y Perú. Me falta mucho. Nos estamos leyendo!
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